Abstract
La lengua, como sabemos, funciona y evoluciona por consenso. El principio de autoridad es en la práctica difuso y precario. El hablante es el árbitro final del cambio lingü\'ıstico y antes de renunciar a su soberan\'ıa se debate como gato panza arriba (y suele salirse con la suya). Quizás por eso, ni la inclusión en el drae de la nueva acepción de «gobernanza», ni la adopción oficial del término por la Comisión Europea para sus documentos, han extinguido el debate sobre este neologismo. Su surgimiento no acaba de convencer a bastantes, y en algunos provoca una resistencia visceral que invita al análisis y a la reflexión
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